Viajaba en el colecivo, en uno de esos tantos viajes diarios repletos de sueño y de personas, donde se mezcla la realidad de los deseos y el cansancio con la presencia etérea de las sombras de la gente, todos anónimos, que pujan por progresar.
Viajaba y pensaba, ¿qué es ese fierro negro que asoma desde el parabrisas del colectivo? No era un limpiaparabrisas, pues éstos estaban ahí, pequeñitos, apagados y apretados. No era una raya en el vidrio, ni una mancha. No era nada conocido.
Además, no estaba quieto. ¿Él solo había advertido el movimiento? La gente dormía, en los asientos, o colgada de los pasamanos. Apretados, fastidiosos, rozando la ropa, los cuerpos y las carteras.
Pero la raya, el fierro o lo que fuese seguía ahí, indiferente al hastío.
Hasta que de proto él comprendió.
Apenas logró abrir la boca, pero ya era tarde.
Mientras todo sucedía, mientras le llegaba el turno, reflexionó: he conocido la cucaracha de Kafka.
Seguimos en la camioneta.
martes, 30 de septiembre de 2008
Mensaje en una botella
Publicado por Diego Dain en 12:12 0 comentarios
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